Relato de la alumna de 1º de bachillerato, María Victoria Partera, ganador del primer premio de cuento en su categoría en la 21ª Feria del Libro de Fernán Núñez
Mientras veía las noticias hace algunos meses, apareció en la televisión un reportaje sobre la devastadora realidad a la que debían hacer frente cientos de gentes en Irak, derivada de esa errónea guerra comenzada algunos años atrás.
No estaba prestando mucha atención, pero una de las imágenes me hizo hacerlo: se trataba de una niña de unos once o doce años. Me fijé especialmente en sus grandes ojos negros, quedando sorprendida por la profunda historia que contaban.
En ocasiones se nos presentan imágenes que, sin saber bien por qué, nos impactan. Esto es lo que a mí me ocurrió en aquel momento, cuando me di cuenta de las estúpidas guerras que los humanos somos capaces de comenzar. Siempre he estado en contra de ellas, pero en ese instante sentí la necesidad de hacer algo, de colaborar a mi manera. Ésa es la razón que me llevó a escribir este relato, de alguna forma quería criticar la situación de tantos niños que, al igual que mi Zamira, viven en un sueño eterno del que quisieran despertar…
“Otra explosión aún más cercana a la anterior fue lo que la empujó a correr, a refugiarse en algún lugar que le proporcionara seguridad, a alejarse de aquel caos.
El pánico general era tal, que al principio tan sólo consiguió permanecer absorta tratando de asimilar lo ocurrido. Sin embargo, abandonó pronto su aturdimiento e hizo lo que, al igual que al resto de la gente, le dictaba su instinto: huir.
Se levantó con un torpe y pesado salto, y el dolor que a continuación sintió le desgarró como una daga. No tardó en descubrir al causante de la molestia: con la caída se había rasgado la parte inferior de sus ropas, lo que le dejaba la pierna izquierda al descubierto, y allí, donde antes sólo había habido una lisa piel, se veía ahora una herida. Su reacción fue de sorpresa; cuando la primera explosión se produjo ella estaba en la cola del mercado principal y el atentado les había pillado a todos desprevenidos. La gente presa del pánico había comenzado a chillar y correr en todas direcciones hacia ningún sitio, cualquier lugar parecía inseguro y posible objetivo de una segunda detonación. Alguien la había golpeado en un intento por abrirse camino entre la multitud, como un pez que fuera del agua aletea por alcanzar alguna bocanada de oxígeno.
Era tal la desesperación que sintió al hallarse sola en aquel mar de asustadas gentes, que apenas percibió su caída y mucho menos el golpe contra el carro del mercader del que sobresalían unos largos clavos oxidados. Zamira esperaba que aquello sólo fuera una leve herida que acabara cicatrizando con el tiempo, pues no tenía puesta ninguna de las vacunas que a su edad ya debían de habérsele suministrado lo cual significaba que se encontraba indefensa ante un posible brote de tétanos.
Dentro del carro encontró algunos trapos de algodón, seguramente utilizados por el mercader para guardar sus productos, cogió uno de ellos y lo ató fuertemente a su pierna. Había visto hacer aquella operación a las enfermeras que llegaban como voluntarias desde otros países, el truco era apretar con algún paño la herida para cortar la hemorragia y conseguir así detener la pérdida de sangre.
A continuación echó una ojeada a su alrededor tratando de captar una rápida perspectiva de su situación; lo que vio le hizo arrepentirse rápidamente de ello. Zamira estaba acostumbrada a presenciar curas de peligrosas y mortales heridas, a socorrer a enfermos, pero aquello sobrepasaba cualquier límite. Sintió una profunda arcada cuando descubrió cómo se hallaba lo que momentos antes había sido el alegre mercado de los martes. La explosión había tenido lugar cerca de la entrada y al lado de un mal apañado aparcamiento, era una zona bastante transitada y, como consiguiente, decenas de personas que paseaban por allí yacían ahora en el suelo, como marionetas que un niño deja abandonadas en cualquier posición descuidada. Siguió recorriendo los destrozos que tan rápidamente se habían producido y su aguda mirada se detuvo sobre un montón de escombros que, tan sólo unos minutos antes, habían formado una hermosa exposición de cerámica. Se compadeció del pobre Yamid, aquellas obras de alfarería eran el único sustento para su numerosa familia y tardaría tiempo en sustituir las perdidas por otras nuevas.
Era una masacre como muchas otras vividas a lo largo de los últimos tres años; algunos hablaban de estar habituados a ello y de sorprenderse poco cada vez que un nuevo atentado se producía. “Era de esperar”, solían decir. En momentos como esos, Zamira escuchaba horrorizada y se preguntaba cómo podía la gente considerarse acostumbrada a algo tan horrible, ¿acaso era normal que decenas de familias se quedaran sin algunos de sus miembros? ¿Acaso la muerte de tanta gente podía considerarse como un hecho banal?
Al tiempo que continuaba inmersa en sus pensamientos, comenzó a alejarse del mercado y dirigirse hacia una de las estrechas calles que desde allí nacían. El dolor se iba pasando paulatinamente, lo que la tranquilizó y le dio fuerzas para aligerar la marcha. Deseaba llegar pronto a casa para contar lo ocurrido y sentarse en el regazo de su madre, el único lugar donde se sentía segura, donde lo demás tan sólo eran níveas sombras, donde la protección maternal la reconfortaba.
Llevaba ya un rato recorriendo las sinuosas y laberínticas calles cuando una de éstas desembocó en la parte trasera de la mezquita. Lo único que allí encontró fue una gran multitud que, como ella, habían huido del mercado e intentado dejar atrás el caos producido por la bomba. Allá por donde caminaba podía ver el terror reflejado en los rostros de la gente, dejando una huella que tardaría en borrarse por completo. El sentimiento de esos que ahora la rodeaban viciaba el ambiente y penetraba en su interior, asfixiándola y haciendo latir su corazón a un ritmo desmesurado. ¿Eso era el miedo? ¿Eso era de lo que su madre había intentando apartarla durante tanto tiempo? Su madre… ahora que pensaba en ella se daba cuenta de su enorme fortaleza escondida bajo el burka que la cubría por completo. Incluso sus hermosos ojos quedaban prácticamente ocultos tras esa vestimenta; Zamira añoraba tener algún día esa mirada, unos ojos que bien recordaban al mar que nunca había visto, pero que imaginaba por las numerosas historias que los mercaderes le habían contado de sus viajes a la costa. No era de extrañar que su madre se mostrara dura, tajante en sus decisiones… en menos de seis meses había perdido a dos de sus cinco hijos, ambos pertenecían a grupos extremistas y habían entregado su vida por lo que consideraban verdadero y único, habían sacrificado todo cuanto tenían por un ideal. Y su madre soportó entonces el dolor en silencio, como siempre había hecho acalló el grito de desesperación que luchaba por salir, aún le quedaban tres hijos y debía sacarlos adelante. Zamira deseó ser como ella, sin embargo, no quería pasar por todo lo que su madre había vivido para adquirir ese coraje. La vida de una mujer en su sociedad era extremadamente dura, eso lo sabía perfectamente, al igual que conocía el puesto que habría de desempeñar cuando creciera un poco más. Tan sólo un año y medio atrás, su padre había acordado el matrimonio que no tardaría en llegar; la idea de casarse y de servir a un hombre de manera sumisa no era precisamente uno de sus mayores sueños. Ella tan sólo era una niña de doce años y, no obstante, ya tenía conciencia de lo que le esperaba: alguien dispuesto a arrebatarle sus sueños, a matar sus ideales, a enterrar su libertad.
Cuando era algo más pequeña y aún no entendía el por qué de la represión que sufría por parte de su padre, solía escaparse a las callejuelas de la ciudad donde se reunía con sus compañeros de juego. Siempre que volvía lo hacía con la esperanza de que su padre no estuviera en casa; pero una vez tras otra allí se encontraba él, imponente, esperándola para darle las bofetadas que se merecía por jugar, por vivir su niñez. Al acordarse de los palos que su padre solía darle, se llevó la mano de forma inconsciente hacia la mejilla izquierda y rozó suavemente la cicatriz que cruzaba su rostro. Aquel día había estado jugando como de costumbre con Jacob, el chico que vivía dos casas más abajo. El juego se había prolongado más de lo normal y al volver a casa su padre la golpeó tan fuerte que la estrelló contra una rudimentaria mesa. Su madre observaba todo en silencio sin poder decir nada, con un claro sentimiento de represión en sus ojos, tan sólo cuando el padre se retiró cogió un paño húmedo y limpió el hilo de sangre que goteaba por el infantil rostro de Zamira: “sé fuerte, hija”.
La chica volvió a la realidad alertada por unos pasos que se aproximaban. Se dio cuenta de que había andado mucho y que, sin quererlo, se había aproximado excesivamente al barrio que su madre le advertía eludir. Era una zona dedicada especialmente a tabernas, donde el ambiente no siempre era el más adecuado y en la que deambulaban extraños individuos a los que era mejor evitar. Rápidamente se arrepintió de no haber estado más atenta al recorrido que seguía pues se había ido haciendo de noche y no era conveniente andar por ese lugar tan tarde. Por el rabillo del ojo vio a un hombre apoyado sobre una esquina que no dejaba de observarla, recorriendo su cuerpo una y otra vez con una mirada placentera. Aún se inquietó más cuando el desconocido personaje se incorporó con un ágil movimiento y comenzó a acortar la distancia que los separaba. “Corre” dijo una vocecilla en su interior “Corre, Zamira”. Pero la chica se había quedado petrificada. Tal vez por la velocidad con la que el hombre se había situado a su lado, tal vez porque sentía curiosidad después de todo.
El extraño se acercó aún más a ella y tomó su barbilla, al tiempo que la levantaba para mirarla fijamente con unos ardientes y deseosos ojos azabache, negros como la noche que iba acercándose sigilosa. “Dime, ¿a dónde te diriges pequeña? ¿Podría ayudarte a llegar a tu destino?” Zamira no pudo contestar, el magnetismo que desprendía su mirada la había dejado hipnotizada. El hombre contestó a su silencio con una sonrisa. Y cuando dirigió la otra mano hacia el cabello de la muchacha, se oyó un fuerte estallido muy cerca de allí. Ambos miraron hacia el lugar del que provenía el ruido y, en ese momento, Zamira sintió que le templaban las piernas, “no ha sido ahí, es imposible que haya ocurrido ahí”. El desconocido advirtió la angustia de Zamira e interpretando ésta como pánico, ante la segunda de las bombas estalladas aquel día, susurró a la joven “Ven conmigo y no te preocupes, yo te llevaré a un lugar más seguro”. La joven se sentía impotente, no quería ir a ningún lugar, sólo deseaba regresar lo antes posible a su casa y comprobar que el siniestro no hubiera ocurrido en su barrio, había sonado tan cerca… Pero su deseo era imposible porque el hombre la tomó del brazo y tiró de ella hacia una pequeña calle aún más oscura. Zamira ya no sentía miedo, a decir verdad ya no sentía nada, ni siquiera la opresión que le ejercía la mano de su acompañante alrededor de la muñeca. En lugar de caminar deambulaba como flotando; no se sentía dueña de sus pies, éstos eran meros imanes que seguían la dirección marcada por el hombre. Cuando hubieron llegado a un ancho portal, el hombre apoyó a Zamira contra la pared y comenzó a tocar sus cabellos, su cuello, recorriendo poco a poco cada rincón de su cuerpo nunca antes explorado. Ella, enajenada ya del mundo, mantenía la mirada perdida en aquella primera estrella de la noche que, solitaria como ella, se enfrentaba al mundo. Dos lágrimas rodaron por el rostro de la joven, las fuertes presiones a las que se había visto expuesta ese día eran demasiado para ella; añoraba con todo su ser poder despertar de aquel sueño… Lo deseó mientras que la fragancia del hombre iba nublando todos sus sentidos y, antes de caer desvanecida, pudo ver unos llameantes ojos que la miraban con calor…
Algo fue marcando paso dentro de la oscuridad que se había asentado. Poco a poco abrió los ojos que fuertemente mantenía sellados, como si el tenerlos así supusiera su salvación. La sorpresa fue la siguiente sensación en aflorar en su cuerpo: reconoció la desconchada pared que había enfrente, la tibia luz causante de su desvelo que entraba por la ventana, el cálido cuerpo tumbado junto a ella en la colcha sobre el suelo… y lo comprendió todo. Comprendió que tan sólo había sido un mal sueño, una pesadilla, una vivencia inexistente… suspiró aliviada al verse a salvo en el calor del hogar.
Cerró de nuevo los ojos, esta vez como vía de relajación; suspiró y recordó todo lo que en su mente había ideado aquella noche, le había parecido tan real… una sonrisilla bailó sobre sus labios, por fin estaba en la realidad. Sin embargo, una explosión y gran griterío sobrevinieron al agradable silencio… Zamira sintió de pronto que todo el miedo, la frustración, el deseo de huir… volvían a su mente y recorrían su cuerpo en forma de escalofrío. “¿Por qué?”, pensó.
Quedó tendida en el suelo, como si quisiera camuflarse entre los colores de la colcha y desaparecer entre ellos. Aunque lo intentó, en el fondo sabía que eso era imposible, que la huida no existía, que aunque hubiera finalizado aquella quimera, realmente su sueño no había acabado.
Resultaba irónica la situación; había despertado de una pesadilla para entrar en otra…todo era un ciclo sin fin, una relación inevitable que le evitaba idear algo más que la realidad a la que día a día debía hacer frente…cómo poder crear utopías por las que luchar si esto le era negado incluso en la noche… y su corta edad no le impidió comprender eso que, desde que había tenido uso de razón, había intentado negar…toda su vida era un sueño eterno…”
Día de a Biblioteca 2019
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La Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura, a través de la
Subdirección General de Coordinación Bibliotecaria, impulsa la celebración
del *Día...
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