Me estoy acostumbrando a ser la mirada de todos sobre lozas
baratas,
la luz del sol no refleja a la roca pizarra,
no alimenta a las obsesiones de estos viejos deseos.
Guiñando estos ojos de Martin Feldmann, siento soledad;
y me animo con los mínimos comunes múltiplos;
también, sin deseo, veo ojos azules de jóvenes azules.
Doy un paso mirando la punta de mis zapatos,
escribo- recto unas veces- con consentimiento del auditorio,
con la merced de los progenitores que hoy vagan en el paro.
Y espero, solícito, un gesto de desprecio o de cariño.
ya no me importan Lorca, ni Garcilaso ni Elisa,
deseo un beso ligero que resbale por mis mejillas.
Y también acostumbro con dulce zurrón
a alejarme de esos viejos edificios con el temor juvenil
con la desidia del que se excusa diletantemente .
Y abro los oídos y oigo ciertamente esos ruidos
que acompañan a tus pasos en cualquier pasillo.
Buscas, entonces, el refugio de las canas.
Esa interminable idea de huir de allí es profesional,
irremediablemente profesional y admirable por nadie.
Y cuando los escalones se convierten en terreno llano,
sientes despecho, desidia o contrariamente atractivo
sobre lo que a tus espaldas ignoran, lo que el sol atrae.
Es rojo el melocotón ,el dulce sueño, la trampa
impasible del factor que sueña con flotar en el universo.
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