Y, otra vez, he vuelto aquí.
A las viejas estampas de La Caleta de Cádiz,
a las idas y vueltas en la calle de La Palma,
donde ,ya, con cierta madurez,
la visión del sol en poniente
se convertía en la cara de mi hijo.
A él dedico este poema.
El aire de levante era molesto
a los huesos; el otro,
una frescura que, con el ging-tonic,
parecía un desafuero hacia almas perdidas
en el lumbago del mar, en la forma caprichosa de las olas.
Otra vez he vuelto a sentir la distancia del amor
que se desprecia por momentos
y se ama por casi siempre;
otra vez me veo envuelto en la melancolía
de no saber soportar esta vida marinera
que cada día es más de tierra.
Por eso, he añorado a los grandes barcos
cruzando el Atlántico sin sospechas;
acabando en esos espigones llenos de brea y algas
que miran a las bellas mujeres sin odio, mas
con envidia.
Como, en una tarde de invierno,
intuía que, en ese largo mar, un día casi igual,
algo se me marcharía demasiado lejos,
viendo al sol esconderse sin compasión:
ni siquiera fui capaz de adivinar un futuro tan sencillo.
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