miércoles, 10 de septiembre de 2008

Mariano

Mariano se frota los ojos. Apenas si puede verse el otro lado de la calle. Sobre el cristal exhala un profundo suspiro que impregna el ambiente de un olor insoportable. El cristal se hace denso.. Los días de invierno se prolongan con crueldad – piensa-. Se acerca a la esquina del cuarto y orina sobre él. El hedor se intensifica. Huele a alcantarilla caliente. Hasta a él le resulta desagradable. Podría hacerlo en el baño. Pero es imposible llegar hasta allí. Cada día se hace más difícil. Por eso se apaña en el cuarto. Humedece las manos con saliva y se alisa el pelo. Se recompone las varias capas de harapos que lo envuelven; una vieja camiseta roída de color gris claro, ahora oscuro por el abandono, un jersey naranja de cuello alto, un jersey de lana marrón un cardigan azul marino que lleva abotonado hasta el final, unos pantalones negros de pana gruesa un poco desgastada y se cubre todo con el abrigo nuevo que ha conseguido en su última repesca. Desde que se viste con él, la gente no lo mira. Consigue pasar desapercibido entre ellos. Antes de encontrar su abrigo azul oscuro si que provocaba que la gente volviera el rostro a pesar de las prisas.
Mira otra vez hacia el cristal de la ventana,, y de nuevo la densidad de su aliento difumina la imagen.
Deambula torpemente por el pasillo mal alumbrado que divide la casa. Se toca el cuello de la camisa como si olvidara algo, y la coloca en orden. A lo lejos se oyen las campanas. Son las seis de la mañana. Todavía no amanece. Se aproxima al suelo buscando alguna colilla sin terminar. Hoy no hay suerte. Quizás encuentre algo en la calle. Aprovecha para acordonar los zapatos negros y casi impecables también conseguidos junto con el abrigo. Todavía es pronto para salir. Ahora es el frío el que provoca que su cuerpo se estremezca. Vuelve sobre sus pasos como si intentara recuperar algo, y se topa de lleno con el cristal.. El no suele pensar en su desdicha. En realidad, no suele pensar nada de nada. Sólo mira con desdén a un tipo que se refleja en el cristal A veces tiene recuerdos. Sus recuerdos son flases incontrolados que aparecen y desaparecen. Hay recuerdos agradables y otros que lo zarandean como un perro lo hace con su presa.
No hay nada en este mundo que Mariano desee y lo necesita todo.
Se recompone nuevamente con gestos precisos. A veces su vida es más real en los sueños, por eso necesita sentir que está despierto tocándose.
El sol irrumpe a través de la ventana. El día se presenta limpio a pesar de todo.
Su piel era blanca, cerúlea, casi transparente en otro tiempo y ahora curtida por los elementos tiene el color de las avellanas tostadas.
Mariano tuerce el gesto, no demasiado, lo suficiente para aparentar docilidad. Parece un tipo atractivo, sólo lo parece. Su mirada es tan extraña, que no es fácil definirla. Las definiciones sólo son palabras, y él esconde toda una vida detrás de esa mirada. Serían demasiadas palabras y no queda tiempo. Es la hora. Hay que salir a la calle. Hay que salir sin más remedio. Cada una de las posibilidades que tiene, están ahí fuera.
Mariano cierra la puerta con pesar. Pero no mira. Si mirase, aunque fuera de reojo, no podría dejarla. Pero al fin se decide, ¡y con qué alivio respira el aire de la calle!...
Mariano se pasa días y días haciéndose preguntas. Se pregunta por qué Benito le saluda siempre ausente cuando pasa. Cada día. Benito es moreno y demasiado delgado. En el colegio se burlaban continuamente de su aspecto. Decían que estaba tan seco porque se mataba a pajas. Pero eso nunca pudo demostrarse. Tiene las manos enrojecidas perpetuamente, incluso en el verano, de un rojo amoratado que asusta. Se las frota con ansiedad, aunque no tenga frío. Siempre sonríe. Su sonrisa da tanto miedo como sus manos. Benito quiere arrancarle a Mariano su vida solitaria. Husmear en sus cosas. Poder hablar con él de vez en cuando. Mariano se resiste. Apenas lo mira cuando pasa a su lado. Simplemente, no le gusta Benito.
Su madre es una buena cristiana. Todos lo días va a misa y reza para todo el barrio, mientras su padre afila cuchillos en la trastienda del comercio que regentan. Benito era el mejor jugador de fútbol en la escuela. Estuvo a punto de fichar en un equipo juvenil importante. Pero pasó lo del cuatro de septiembre, y todo se fue al traste.

Lo que a Mariano de verdad le gusta, es hablar con la estatua de la calle, aunque ninguno de los dos pronuncie una sola palabra. Se sienta en el último sillón de parque, y la observa de costado. Cree que es una diosa. Piensa que no existe nada más bello en el planeta. A veces intenta decirle algo, pero ni siquiera puede llegar al final de la idea. Frustrado, abandona el lugar y se dirige a las afueras.
Caminar sin rumbo es una de las cosas más gratas que hay por la mañana. Caminar en sentido contrario. Caminar sin pensar. Se arrodilla para recoger una colilla que aún arde. Le entra frío. Un frío que le asciende hasta el estómago. No sabe con certeza cuanto tiempo lleva sin comer. Y tampoco le preocupa ahora.
Clara lo ve alejarse desde su pedestal plateado. No puede hablar con él. Si lo hiciera, estropearía todo el trabajo, y tendría que empezar de nuevo. Siente curiosidad. Le inspira una tremenda ternura la forma en que la mira.
De repente, las nubes irrumpen encapotando el cielo. Mariano mira hacia arriba. Todo se ha puesto gris. La lluvia restalla con fuerza. No sabe que hacer. Quizás volver sobre sus pasos y regresar a la casa. No está seguro de quererlo, pero se da la vuelta acelerando el paso y llega hasta el parque jadeando. Y allí mismo se queda petrificado ante lo que ve. Su diosa, su figura plateada, la escultura más perfecta del mundo, se derrite ante sus ojos y toma vida. Está bajo el pedestal que la eleva, y camina dejando un rastro plateado a sus pies. Mariano se frota los ojos y atónito la ve alejarse corriendo a toda prisa. Mariano no se mueve.
Benito recoge el toldo que acordona la puerta de entrada de la ferretería. Si no se apresura el toldo se puede estropear con el agua. Es tan viejo que apenas se sostiene ya. Pero el no está dispuesto a comprar uno nuevo, y mucho menos su padre. Ni siquiera quiso llevarlo al médico cuando le estalló la pólvora en las manos. Por eso está seguro que su padre no comprará otro toldo. Lo mejor es recogerlo rápido y que aguante. Que aguante como su madre lo hace, aunque sea rezando a todas horas. Que aguante como él lo hace, aunque tenga que frotarse tanto las manos que de ellas salga fuego, y luego tenga que aguantar el insoportable dolor que no lo deja dormir y le aprisiona el pecho. Que soporte los días como todos ellos lo hacen. Aunque es tan difícil cerrar los ojos. A veces se encuentran los tres con la mirada, y callan. Tratándose de secretos, ellos son expertos guardianes. Nadie llegó a descubrirlo, pero ellos si saben, y callan. Callan que aquella muchacha murió de otra forma.
Su cuerpo apareció entre los escombros de la explosión del taller de pirotecnia clandestino que el padre de Benito tenía al lado de la casa de Mariano.
Mariano lo vio todo.
Vio como Benito arrastraba a la muchacha y la forzaba. Vio como la dejaba tirada en el taller, y como lo incendió. Todos creyeron que fue una casualidad que la niña estuviera allí en ese momento, los niños del barrio se acercaban con curiosidad. Fue una terrible desgracia. Nadie pensó más allá de lo hechos. Mariano lo vio todo y tiene que vivir con ello. Nadie lo hubiese escuchado. Quizás si en esa época hubiese tenido su abrigo azul... Por eso no le gusta Benito, y nunca lo mira.
Hoy no es un buen día para explorar. A él le gusta llamar así a lo que hace. Le gusta ir cargado con enseres de un lado a otro. Merodear, acariciar con la vista los contenedores. Volver a casa con las manos llenas. Hoy regresa con ellas vacías por la lluvia
Mariano es colillero vicioso, sucio. Tiene un libidinoso gusto por el abandono. Rondador de despojos que la gente acumula en cualquier lugar. Camina sólo entre la multitud. Vive en los límites de la ciudad que lo asedia cada mañana. Desayuna con el sabor agrio, salado y dulzón que le ofrece una colilla y así saborea el día y lo disfruta intensamente. Mariano a su forma es feliz, o quizás no. Nunca está desesperado o perdido. El nunca se para a pensar, lo posee todo. Sólo necesita encontrar el hueco y acomodarlo a su memoria o a sus sueños. Sucede en la noche, cuando empieza a amodorrarse y en un ondulante remolino se hunde el cerebro y se hunde su mundo.

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